Nuestra
Ley Fundamental y la legislación derivada han hecho suyo el concepto de servicio
público proveniente de la teoría público-administrativa francesa, en particular
imperante desde la primera mitad del siglo XX en el Derecho Positivo Mexicano y,
sobre todo en la segunda cincuentena, cuando esa doctrina se fue traduciendo en
leyes y decretos de diversa índole. En efecto, en el ámbito jurídico,
indudablemente, somos tributarios de la llamada “Escuela de Servicio Público”,
donde tienen cabida las opiniones de Duguit, Jèze y Bonnard, así como su debate
interior, y la evolucionada crítica de autores como Hauriou, Díez, Olivera Toro
y, entre nosotros, Serra, Fraga y Acosta Romero, imbuidos de la dinámica de
crecimiento y ampliación del fenómeno administrativo sucedido con posterioridad
a las consideraciones de la escuela original.
Desde
entonces, se estima que, en la caracterización del servicio público, al menos,
concurren ciertos elementos ineludibles: persigue fines comunitarios o
colectivos; es gratuito o responde a precios unitarios y uniformes; supone un
fin de interés público o general, y constituye una prestación que requiere
previa organización y competencia del Estado, para desplegar los actos y
procedimientos que dan formalidad, materialidad y cauce a su realización. El
solo examen del plano constitucional mexicano exhibe hasta qué punto fue
adoptado este modelo administrativo, porque nuestra Constitución Federal
incorpora estas características y consideraciones, por ejemplo, en Educación
(art. 3, fracc. VIII); radiodifusión y telecomunicaciones (art. 6°, Apartado
B); emolumentos (art. 13); propiedad originaria de la Nación y actividades del
Estado en materia eléctrica, petróleo, minerales y diversas sustancias naturales
(arts. 25, 27 y 28); en materia de contribuciones (Art. 73, fracc. XXIX);
funciones del Municipio (Art. 115); convenios entre federación, estados o
municipios (Art. 116, fracc. VII); funciones de la Ciudad de México (Art. 122);
e, incluso, en materia laboral para evitar la afectación de los servicios
públicos (Art. 123). La expresión es utilizada no menos de treinta veces en la
Constitución Federal, con el sentido antes comentado.
Ahora
bien, en nuestra entrega anterior referimos al concepto de “responsabilidad” y,
si lo unimos al de “servicio público”, de la correlación de ambos conceptos cobra
sustancia el agente identificador en el que concurren ambas sustantividades, es
decir, el “servidor público”, en su doble consideración de órgano y de agente,
cuya diferencia competencial se deposita en un cuarto concepto, denominado
“autoridad”. En efecto, “el “servidor público” se manifiesta como órgano o
agente del Estado (y, en el extremo, como autoridad), al desempeñar cualquiera
de las funciones estatales en que se externa su actuación. Al
caso, la Constitución Federal establece ahora, en su Título Cuarto, un régimen
de responsabilidades, faltas administrativas graves o hechos de corrupción (y
la vinculación posible de particulares), así como la responsabilidad
Patrimonial del Estado, que se ha venido construyendo realmente desde
el año de 1983-84, mediante un gradualismo reformador, incorporando y ampliando
las hipótesis y consecuencias de la responsabilidad en el servicio público,
tanto en sede administrativa como judicial, estableciendo el control interno (contralorías)
y externo (fiscalizadoras) para sustentar el sistema nacional anticorrupción.
Bien.