jueves, 25 de julio de 2019

La nueva Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza (3ª parte)

Una ley nacional puede relacionarse, fundadamente, con el término coincidencia desarrollado por don Felipe Tena Ramírez, con base en el cual una ley nacional haría plenamente coincidentes a los tres órdenes de gobierno (y no los mantendría existiendo de forma paralela o concurrente) porque sus hipótesis y consecuencias normativas los involucran con plenitud de extensión, los sitúan en un plano de igualdad de obligaciones que se ausenta de criterios casuísticos de aplicación normativa, y diluye y funde los tres órdenes de gobierno en un solo sujeto: el Estado mexicano, que es la suma de Federación, Estados y Municipios. Ahora bien, el concepto fuerza también tiene sus propias consideraciones: Primeramente, en términos politológicos, por ejemplo, ha sido utilizado por Passerin para referirse a la capacidad de acción del Estado; y en su versión sociológica y quizá la más conocida, por Weber, al señalar que el principal elemento distintivo del Estado es el del uso de la fuerza legítima, que, además, constituye la idea más difundida y aceptada. Aunque el vocablo tiene esta raigambre que le proviene desde principios del siglo XX, jurídicamente la connotación de fuerza o poder solo tiene posibilidad de desarrollo bajo la premisa histórico constitucional de la conformación del Estado de Derecho o Estado Social de Derecho.
En efecto, en toda democracia vigente, se estima que la legalidad es un rasero básico para apreciar el grado de ejercicio legítimo del poder instituido, al tiempo de atributo fundamental para que las prácticas ciudadanas puedan desplegarse de manera horizontal y transversal, oponiéndose, por definición, a esquemas verticales o autoritarios. Dicho de otro modo, para que la literalidad normativa concuerde con la realidad de “a pie” que se pretende regular, impulsar y proteger, en el día a día. De modo que antes que un adorno jurídico, el principio de legalidad es un elemento toral para calificar la existencia verídica de un régimen de derechos humanos, en virtud de que la actuación de toda autoridad está sujeta a los mandatos de la ley. Lo anterior encuentra sentido cuando decimos que las personas podemos hacer todo aquello que no esté prohibido por la ley, mientras que la autoridad sólo puede hacer lo que la ley le faculta. Don Felipe Tena Ramírez, en su afamado “Derecho Constitucional Mexicano”, lo expresó así desde hace varias décadas:
“Desde la cúspide de la Constitución, que está en el vértice de la pirámide jurídica, el principio de la legalidad fluye a los poderes públicos y se transmite a los agentes de la autoridad, impregnándolo todo de seguridad jurídica, que no es otra cosa sino constitucionalidad. Si hemos de acudir a palabras autorizadas, nos servirán las de Kelsen para describir el principio de legalidad: ‘Un individuo que no funciona como órgano del Estado puede hacer todo aquello que no está prohibido por el orden jurídico, en tanto que el Estado, esto es, el individuo que obra como órgano estatal, solamente puede hacer lo que el orden jurídico le autoriza a realizar”. Ahora bien, cuando formalistas y realistas se confrontan en esta temática, aducen, los primeros, que mediante el proceso legislativo se ha creado una normativa que vale por sí misma y cuya vigencia no depende de la obediencia a la ley, porque el desacato existe siempre como una posibilidad transgresora; por su parte, los realistas significan que, si una norma no posee positividad, es decir, facticidad, conviértese en letra muerta. Seguiremos.

jueves, 18 de julio de 2019

La nueva Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza (2ª parte)


Para tratar de entender cuál es la naturaleza de una “ley nacional”, resulta útil recordar que el artículo 133 de la Constitución Federal, relativo a la supremacía o jerarquía de las leyes, utiliza expresiones para destacar tanto el origen como el criterio que hace la diferencia: “leyes del Congreso de la Unión” (para las federales) y “leyes estatales” (para las de las entidades federativas); pero, en todos los casos, se trata de disposiciones normativas generales, abstractas e impersonales. Autores de textos sobre técnica legislativa afirman, como Sempé, que: “Por definición todas las leyes son generales. La distinción entre ley general y especial tiene una utilidad práctica. Sirve para determinar qué ley debe aplicarse al caso concreto, y si se derogó tácitamente o permanece vigente una ley al expedirse una posterior. Pero el empleo del concepto ley general puede dar lugar a confusiones”. Asimismo, López Olvera, citando un criterio muy explorado, apunta: “las leyes expedidas por el Congreso de la Unión tienen el carácter de federales. En época reciente, cuando disposiciones emanadas del propio Congreso dan base para un sistema de concurrencia entre órganos federales, estatales y municipales, se les ha denominado generales…lo anterior no obsta para que el vocablo ‘general’ se continúe usando, siguiendo una muy antigua tradición, como sinónimo de federal, entendiéndose con ello que una ley general se aplica en todo el territorio nacional”. Por su parte, en diccionarios especializados que detallan la clasificación de las leyes según diversos criterios, nunca se alude a la diferencia entre las nacionales, federales o generales, porque no tiene ningún sentido; a no ser cuando se le da, literalmente, nombre propio o especial a un ordenamiento concreto como en el caso de la relativa al Uso de la Fuerza, que motiva estos comentarios.
El brillante constitucionalista y parlamentario mexicano, don José Luis Lamadrid Sauza, representante destacado de la concepción parlamentaria, estimaba vano, superfluo, descuidado y contrario a la técnica legislativa de altura constitucional, querer diferenciar la naturaleza de una ley “federal” de otra denominada “general” o “nacional”. Vino a ser la Suprema Corte de Justicia de la Nación –dadora de la concepción jurisprudencial aludida en nuestra entrega anterior– la que mediante precedentes y emisión de criterios firmes determinó que, ahora, justamente para evitar confusiones en virtud de la diferencia de jurisdicción y competencia entre los órganos responsables de aplicar las leyes federales o estatales (que son paralelas y excluyentes entre sí), las leyes generales –en el sentido explicado por López Olvera– son de naturaleza concurrente, es decir, tienen ámbitos de aplicación simultánea u obediencia común por cuanto a distribución de competencias entre los tres órdenes de gobierno que, con base en un ordenamiento, actúan, simultánea o sucesivamente en ejercicio de atribuciones. Esta exposición básica de antecedentes sirve, así, para preguntarnos por la naturaleza de una ley nacional; pero ahora estamos preparados para afirmar que una ley calificada de nacional no vive paralelismos como las leyes ordinarias ni se sujeta a porciones de concurrencia como las leyes generales. Adelantemos, entonces, el dato de que una ley nacional no es paralela ni concurrente; sino coincidente. ¿Y eso que significa?... Seguiremos.

jueves, 11 de julio de 2019

La nueva Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza

De su naturaleza. De inicio, cabe un comentario a manera de sobrevuelo sobre la denominación misma, porque hasta antes de la década de los 80´s del siglo pasado, las leyes calificadas como generales o nacionales eran prácticamente inexistentes. En el primer caso, porque en función de atributos fundamentales debe señalarse que toda ley es general por definición, como también es, verbigracia, abstracta e impersonal. En el segundo caso, porque en atención al origen del órgano que las expide, todas las leyes son de orden federal o estatal; y, si atendemos al objeto concreto de regulación, habría que admitir leyes de orden municipal. Bastaría, para ello, comprobarlo en el texto de las muy apreciadas introducciones al estudio del derecho de don Eduardo García Máynez o de don Luis Recaséns Siches.
Por otra parte, se puede decir que el adjetivo nacional deriva del vocablo Nación que, antes que jurídico, es un concepto histórico y sociológico. Por supuesto, el término Nación se vincula con el de Estado para formar el conocido sustantivo compuesto Estado-Nación. Una vez que esta ratio fue elevada al plano constitucional por la Asamblea Constituyente Originaria del 24´ y el 57´del siglo XIX, y la del 17´del siglo pasado, nuestra Constitución Federal integró, bajo el vocablo Estado, a: Federación, Entidades Federativas y Municipios. Así lo podemos observar, claramente, en el artículo 3° de nuestra Constitución Federal que, en el primero de sus párrafos, establece que el Estado es: “Federación, Estados, Ciudad de México y Municipios”.
Sin embargo, durante el curso de los últimos veinte años del siglo XX, paulatinamente empezaron a aprobarse leyes que incluían en su denominación el término general, hasta llegar a nuestro tiempo en que han cobrado carta de naturalización las leyes nacionales. El asunto no es menor, si se considera desde el mirador jurídico, porque se instauró un debate entre la concepción parlamentaria de las leyes y la concepción jurisprudencial de los cuerpos normativos. La primera versión se asentó en el plano heurístico, es decir, en el acto creativo o descubridor que en forma primaria realizan los congresos o parlamentos, como órganos responsables de la interpretación auténtica o genuina de la ley. La segunda concepción, en cambio, nació del ejercicio judicial por el que toda controversia se resuelve en actos de interpretación, mediante la emisión de sentencias.
La realidad es que hoy, en la literatura jurídica mexicana, se habla de leyes nacionales, federales, generales, reglamentarias, estatales, orgánicas, ordinarias, secundarias, y todas son ciertas. En suma, cualquier ley –atendiendo a su naturaleza- es general, abstracta e impersonal, porque pretende abarcar todas las situaciones relativas al objeto de regulación; por eso la ley no es específica, sino general, no se dedica a tal o cual persona precisa porque es impersonal, no detalla situaciones concretas y por ello su redacción es abstracta.
En esta lógica, decir que una ley es “nacional” o “general” es una obviedad; sin embargo, el principio fundamental está en la Carta Magna que normalmente usa las expresiones “ley federal” y “ley general” como equivalentes o sinónimas, y sólo en algunos casos las emplea como nombre propio, con mayúsculas, con un evidente sentido de énfasis… Seguiremos.

jueves, 4 de julio de 2019

Principio de legalidad


En toda democracia vigente, se estima que la legalidad es un rasero básico para estimar el grado de ejercicio legítimo del poder instituido, al tiempo de atributo fundamental para que las prácticas ciudadanas puedan desplegarse de manera horizontal y transversal, oponiéndose, por definición, a esquemas verticales o autoritarios. Dicho de otro modo, para que la literalidad normativa concuerde con la realidad de “a pie” que se pretende regular, impulsar y proteger, en el día a día. De modo que antes que un adorno jurídico, el principio de legalidad es un elemento toral para calificar la existencia verídica de un régimen de derechos humanos, en virtud de que la actuación de toda autoridad está sujeta a los mandatos de la ley. Coloquialmente, lo anterior encuentra sentido cuando decimos que las personas podemos hacer todo aquello que no esté prohibido por la ley, mientras que la autoridad sólo puede hacer lo que la ley le faculta. Don Felipe Tena Ramírez, en su afamado “Derecho Constitucional Mexicano”, lo expresó así desde hace varias décadas: “Desde la cúspide de la Constitución, que está en el vértice de la pirámide jurídica, el principio de la legalidad fluye a los poderes públicos y se transmite a los agentes de la autoridad, impregnándolo todo de seguridad jurídica, que no es otra cosa sino constitucionalidad. Si hemos de acudir a palabras autorizadas, nos servirán las de Kelsen para describir el principio de legalidad: `Un individuo que no funciona como órgano del Estado puede hacer todo aquello que no está prohibido por el orden jurídico, en tanto que el Estado, esto es, el individuo que obra como órgano estatal, solamente puede hacer lo que el orden jurídico le autoriza a realizar. Desde el punto de vista de la técnica jurídica es superfluo prohibir cualquier cosa a un órgano del Estado, pues basta con no autorizarlo a hacerla´.”      
Ahora bien, cuando formalistas y realistas se confrontan en esta temática, aducen, los primeros, que mediante el proceso legislativo se ha creado una normativa que vale por sí misma y cuya vigencia no depende de la obediencia a la ley, porque el desacato existe siempre como una posibilidad transgresora; por su parte, los realistas significan que si una norma no posee positividad, es decir, facticidad, conviértese en letra muerta. El principio de legalidad –o de constitucionalidad, para decirlo de mejor manera- es un quantum que, bien a bien, desborda la estrechez de ambas versiones confrontadas entre sí, porque, en otra vía, invoca un modo de vida, supone un criterio de organización social, de admisión razonada de umbrales para una mejor colectividad; es un elemento fundamental de convivencia que, si bien es cierto, se redacta en un lenguaje jurídico, está incorporado en las Constituciones contemporáneas como una forma de equilibrar la conducta política y el comportamiento civil, que siempre se manifiestan, francamente, de manera simultánea. Las constituciones de cualquier latitud tienen esta aspiración como fuente de validez, porque son documentos superiores que expresan un pacto social en pro del respeto a los derechos humanos y de un ejercicio de autocontrol del poder a cargo del poder mismo, para evitar arbitrariedades y autoritarismos dañosos. Es relativamente fácil de percibir que las constituciones son instrumentos políticos antes que jurídicos, si atendemos a la denominación de alguna de ellas; a saber: “Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”. ¿O no?

Benito Juárez, vida, obra y legado

      El 21 de marzo se conmemora el natalicio de Benito Juárez, cuyo papel en la formación y consolidación del Estado mexicano es innegable...