En
toda democracia vigente, se estima que la legalidad es un rasero básico para
estimar el grado de ejercicio legítimo del poder instituido, al tiempo de
atributo fundamental para que las prácticas ciudadanas puedan desplegarse de
manera horizontal y transversal, oponiéndose, por definición, a esquemas
verticales o autoritarios. Dicho de otro modo, para que la literalidad
normativa concuerde con la realidad de “a pie” que se pretende regular, impulsar
y proteger, en el día a día. De modo que antes que un adorno jurídico, el
principio de legalidad es un elemento toral para calificar la existencia
verídica de un régimen de derechos humanos, en virtud de que la actuación de
toda autoridad está sujeta a los mandatos de la ley. Coloquialmente, lo
anterior encuentra sentido cuando decimos que las personas podemos hacer todo
aquello que no esté prohibido por la ley, mientras que la autoridad sólo puede
hacer lo que la ley le faculta. Don Felipe Tena Ramírez, en su afamado “Derecho
Constitucional Mexicano”, lo expresó así desde hace varias décadas: “Desde
la cúspide de la Constitución, que está en el vértice de la pirámide jurídica,
el principio de la legalidad fluye a los poderes públicos y se transmite a los agentes
de la autoridad, impregnándolo todo de seguridad jurídica, que no es otra cosa
sino constitucionalidad. Si hemos de acudir a palabras autorizadas, nos
servirán las de Kelsen para describir el principio de legalidad: `Un individuo
que no funciona como órgano del Estado puede hacer todo aquello que no está
prohibido por el orden jurídico, en tanto que el Estado, esto es, el individuo
que obra como órgano estatal, solamente puede hacer lo que el orden jurídico le
autoriza a realizar. Desde el punto de vista de la técnica jurídica es
superfluo prohibir cualquier cosa a un órgano del Estado, pues basta con no
autorizarlo a hacerla´.”
Ahora
bien, cuando formalistas y realistas se confrontan en esta temática, aducen,
los primeros, que mediante el proceso legislativo se ha creado una normativa
que vale por sí misma y cuya vigencia no depende de la obediencia a la ley,
porque el desacato existe siempre como una posibilidad transgresora; por su
parte, los realistas significan que si una norma no posee positividad, es
decir, facticidad, conviértese en letra muerta. El principio de legalidad –o de
constitucionalidad, para decirlo de mejor manera- es un quantum que, bien a
bien, desborda la estrechez de ambas versiones confrontadas entre sí, porque,
en otra vía, invoca un modo de vida, supone un criterio de organización social,
de admisión razonada de umbrales para una mejor colectividad; es un elemento
fundamental de convivencia que, si bien es cierto, se redacta en un lenguaje
jurídico, está incorporado en las Constituciones contemporáneas como una forma
de equilibrar la conducta política y el comportamiento civil, que siempre se
manifiestan, francamente, de manera simultánea. Las constituciones de cualquier
latitud tienen esta aspiración como fuente de validez, porque son documentos
superiores que expresan un pacto social en pro del respeto a los derechos
humanos y de un ejercicio de autocontrol del poder a cargo del poder mismo,
para evitar arbitrariedades y autoritarismos dañosos. Es relativamente fácil de
percibir que las constituciones son instrumentos políticos antes que jurídicos,
si atendemos a la denominación de alguna de ellas; a saber: “Constitución Política
de los Estados Unidos Mexicanos”. ¿O no?
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