jueves, 15 de agosto de 2019

Representación, legalidad y legitimidad

Si pudiéremos trazar una vista larga en el tiempo y fijarnos en el modo en que se ha ejercido el poder en el mundo, históricamente tendríamos que admitir que en los últimos 10 mil años, que van desde el paso de la prehistoria a la protohistoria (primeros vestigios de sistemas de escrituras o signos) y a la historia franca, hasta llegar al curso de los últimos 250 años que se han significado por el paso de la sociedad rural a la sociedad urbana e industrial –con todas sus implicaciones neoliberales y globalizantes– de demografía creciente y telecomunicaciones galopantes; lo menos que se podría decir es que durante 9,750 años, más-menos, ha dominado el ejercicio del poder arbitrario, libérrimo, discrecional, absoluto, faccioso, unipersonal o dinástico, soberano, hereditario, regio, caprichoso, omnímodo, con microscópicas excepciones. Respecto de la idea del poder público que adopta la forma de “Estado”, dividido su ejercicio en funciones ejecutiva, legislativa y jurisdiccional, con sujeción a normas legisladas y, por tanto, dentro de la órbita del Derecho y de una concepción política fundada en el gobierno de todos (democracia), no habría más que afirmar que sólo en esos últimos 250 años hemos asistido a la peculiar instauración de una forma específica de ejercicio del poder: el Estado Democrático o Social de Derecho. Esta manifestación histórica de organización y práctica del poder es el continente en que han cobrado contenido los términos: representación, legalidad y legitimidad. Los tres vocablos no se asemejan a las caras de una moneda, sino a una trinidad conceptual, porque poseen, entre sí, relaciones de simbiosis política ostensible. De otro modo dicho: no se puede concebir la legitimidad sin representación o sin legalidad; tampoco la legalidad sin legitimidad o representación; y, mucho menos, la representación sin legitimidad ni legalidad.
Es cuestión de acentos o énfasis el examen de cada concepto de manera aislada, porque intrínsecamente tienen su propia singularidad, aunque esto sólo para el análisis, dado que en la realidad se presentan en forma simultánea, fundidos, acoplados. Verbigracia: sin una pluralidad de personas que den su voz y voto a una persona determinada, no existe representación alguna; tampoco sin el respeto a la norma escrita que regula las formas y los procedimientos de elección para que alguien represente a muchos; o, sin la voluntad de quien representa legalmente a un sinnúmero de personas, para cumplir con los fines colectivos socialmente valiosos que se le han encargado no existe participación ciudadana real ni elección verdadera y, por tanto, tampoco democracia. En efecto, los tres términos cobran familiaridad, porque la representación se asocia con la autoridad que voluntariamente le otorgamos a quien pensamos tiene la capacidad de hacerlo en forma juiciosa; porque nos sujetamos a la legalidad del sistema de elecciones periódicas, acorde a principios de igualdad y libertad; y, porque cuando alguien nos representa legalmente, le pedimos que se legitime mediante el cumplimiento de sus promesas en las tareas públicas que le corresponden. Hoy día, a esta tríada de conceptos se le conoce también como: representantes de elección popular; sistema electoral vigente; y, evaluación del desempeño y rendición de cuentas. Unidos estos elementos, se tiene el significado amplio del quid de la democracia: poder social, gobierno, políticas públicas, representación y legitimidad política, y todo mediante la participación de ciudadanos libres en una sociedad abierta. ¿No?

jueves, 8 de agosto de 2019

La nueva Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza (4ª parte y última)


El principio de legalidad –o de constitucionalidad, para decirlo de mejor manera– es un quantum que, bien a bien, desborda la estrechez de la confrontación entre formalistas y realistas, porque, en otra vía, invoca un modo de vida, supone un criterio de organización social y de admisión razonada de umbrales para una mejor colectividad; es un elemento fundamental de convivencia que si bien se redacta en un lenguaje jurídico, se incorpora en las constituciones contemporáneas como una forma de equilibrar la conducta política y el comportamiento civil, que siempre se manifiestan, francamente, de manera simultánea. Las constituciones de cualquier latitud tienen esta aspiración como fuente de validez, porque son documentos superiores que expresan un pacto social en pro del respeto a los derechos humanos y de un ejercicio de autocontrol del poder a cargo del poder mismo, para evitar arbitrariedades y autoritarismos dañosos.
De este modo, el límite de todo uso de la fuerza es el respeto a los derechos humanos, que constituyen una esfera que no puede ser penetrada por ninguna autoridad para afectar las prerrogativas de las personas, a menos de que se haga de manera fundada (con apoyo en ley expresa) y motivada (indicando la causa legítima de la acción). Las constituciones contemporáneas de las más diversas latitudes convienen en señalar que, frente al accionar de la autoridad, la primacía de las libertades humanas debe protegerse mediante instrumentos idóneos, como son los juicios garantistas para el cuidado del universo de derechos humanos de todas las personas.
Las consideraciones y principios antedichos están claramente reflejados en la estructura lógica de la Ley Nacional en Materia de Uso de la Fuerza, publicada apenas el 27 de mayo pasado, que se forma por un esqueleto de nueve Capítulos, 44 artículos y tres Transitorios. Desde el mismo artículo 1, esta ley tiene una dedicatoria que no deja lugar a duda: regula el uso de la fuerza y el armamento que ejercen y utilizan las instituciones de seguridad pública del Estado (incluidas las instituciones auxiliares y sus agentes), así como a la Fuerza Armada permanente cuando actúe en tareas de seguridad pública, su aplicación se da en todo el territorio nacional. Incluso, estipula que las tareas de protección civil que requiera uso de la fuerza se apegarán al criterio señalado. Para ello, la ley postula cuatro principios: absoluta necesidad (el empleo de la fuerza será un recurso último), legalidad (se actuará sólo en los casos que determina la ley), prevención (se minimizará su uso), proporcionalidad (para una aplicación diferenciada y progresiva de la fuerza, según el nivel de resistencia que ofrezcan los agresores), y vigilancia (rendición de cuentas de los actos y procedimientos de la autoridad responsable del uso de la fuerza). Así, la Ley regula el empleo graduado de la fuerza; señala los elementos de consideración de qué estimar como amenaza letal; ordena la expedición de protocolos de actuación; establece mecanismos de reacción; clasifica la intensidad de las conductas para justificar el uso de la fuerza y los niveles e instrumentos a usar; obliga a capacitar y profesionalizar a los agentes de la autoridad; y, establece un régimen de responsabilidades. Veremos cómo se aplica. Esperemos que bien.

Benito Juárez, vida, obra y legado

      El 21 de marzo se conmemora el natalicio de Benito Juárez, cuyo papel en la formación y consolidación del Estado mexicano es innegable...