miércoles, 29 de agosto de 2018

¿Ética pública o privada?

Ambas; o, mejor dicho, una sola. ¿Acaso hay manera de tener una ética en lo privado distinta de una ética en lo público? “Ética” es una palabra de etimología griega que pasó al latín en el vocablo “Moral”. En los dos casos significa todo lo relativo a las costumbres, que luego se amplió para significar toda regla de conducta que debían seguir las personas para vivir de acuerdo con su naturaleza ¿Cuál naturaleza? La naturaleza humana ¿Cuál naturaleza humana? Aquella que mediante el entendimiento busca conocer la verdad y mediante la voluntad busca conocer el bien. Por eso, dos han sido los paradigmas de la Ética o Filosofía Moral: la verdad y el bien se les revelan a las personas por virtud de la divinidad (Dios), o se comprenden por virtud de la razón humana. Pero, en cualquiera opción -sea que la racionalidad (inteligencia y voluntad) es receptora de las ideas de la verdad o del bien, o que es la productora de ellas- el elemento humano es fundamental para aceptar, reconocer y promover conductas ajustadas a esos ideales de comportamiento ligado a valores de carácter universal, permanentes y perennes.
Esto último, sobre todo, ha sido objeto de debate: o los valores y fines, como el bien y la justicia, son valores invariables (absolutos); o los valores y fines dependen de cada época o de cada colectividad, porque lo que para unos es bueno para otros es malo (son relativos). Sin embargo, si la conducta ética o moral es absoluta o relativa, lo cierto es que la Ética o Moral siempre se orientan por nociones sobre el bien y la justicia, y el repudio de sus contrarios: el mal y la injusticia. Síguese de aquí que toda regla de conducta de naturaleza ética o moral requiere de acciones educativas, para que, en términos prácticos y normativos, se oriente el proceder de las personas con arreglo a ciertos resultados de naturaleza individual y social, y a eso se debe que se prescriban derechos, pero también obligaciones, para cumplir responsabilidades y obtener satisfacciones. Por este sentido prescriptivo y valorativo, y por la idea del necesario dictado de deberes y facultades, se ha estimado que el Derecho incorpora categorías como las antes mencionadas que se oponen a egoísmos y utilitarismos, y, en cambio -atendiendo a la naturaleza biológica, psicológica y social de los seres humanos- hace privar ideas y prácticas que tienden al bienestar general, incorporando nociones de libertad, igualdad y equidad.
Al propósito que se persigue con base en estos postulados se le llama: construcción de un régimen de derechos humanos de base filosófico moral, normativo, garantista, constitucionalmente universal y preexistente a todo orden jurídico; de modo que las leyes no otorgan derechos, sino que los reconocen porque son consustanciales a la naturaleza humana. A esto responde la actual práctica de emitir códigos morales o de conducta, sobre todo para las autoridades, al lado de leyes que, por ejemplo, regulan el comportamiento de los servidores públicos. Si queremos decirlo de otra manera, las leyes otorgan legalidad a la conducta humana de quien ostenta un cargo público o desempeña una función privada, cuando se ciñen a sus prescripciones; en tanto que los códigos de ética otorgan legitimidad. Por ello no puede haber una ética para lo público y otra para lo privado; pues se trata de llenar de legalidad y de legitimidad nuestro actuar, ante nosotros mismos y ante nuestros semejantes. ¿O no?

jueves, 23 de agosto de 2018

¿Nuevos poderes salvajes vs. Derechos humanos universales? (segunda parte y última)

No es casual que Ferrajoli refiera de Montesquieu el uso de la expresión “poderes absolutos o salvajes”, para identificar al poder real basado en la fuerza económica, militar o política que alguna persona, grupo de interés u organización detenta, y la necesidad de controlarlo y someterlo al imperio de la Ley o del Derecho. Este último fue un pensador que, en el siglo XVIII, integró un conjunto de razonamientos filosófico-políticos herederos de una larga tradición donde destacan principios del constitucionalismo católico, el reformismo religioso, el humanismo renacentista, los conceptos de ciencia y arte de la ilustración secular y, por supuesto, del parlamentarismo inglés, que de entonces hasta hoy dieron vida a la concepción de valores universales y perennes enraizados en las nociones de Justicia y Bien, de fuerte contenido ético como elemento inevitable para la elaboración de toda norma jurídica susceptible de alcanzar vigencia y facticidad para la mejor convivencia social. No sólo el aspecto valorativo sigue siendo un punto fundamental de debate e inclusión en la legislación contemporánea, sobre todo en el orden constitucional; sino que se torna, prácticamente, en el más sólido valladar con el que un ciudadano común puede defenderse contra los poderes salvajes existentes en nuestras sociedades. En efecto, Montesquieu aludió con esa expresión al poder político monarcal o imperial de su tiempo, de la misma manera que ahora podríamos incluir en ella a quien pretenda abusar de la autoridad que le es encomendada por virtud del ejercicio de algún cargo público, sea por elección o designación. Y ahora habría que añadir en esa idea de abuso, corrupción o fuerza desmedida, al poder económico nacional y trasnacional que atropelle y abuse de ese poder fáctico.
La impresionante demografía mundial y anonimato actuales de casi ocho mil millones de personas, convive con la realidad que McLuhan avizoró al decir que los medios de comunicación volverían a este mundo una aldea de informaciones y noticias contiguas, como se puede apreciar en la inmediatez e, incluso, efectos que tienen los sucesos de todos los días en cualquier parte del orbe. A guisa de ejemplo, desde el efecto “tequila” hasta el efecto “sultán”, toda crisis financiera mundial se apareja con devaluaciones monetarias, fuga de divisas nacionales, inflación o hiperinflación y, en estos trances que afectan a países de todos los continentes, las personas comunes no contamos porque no influimos ni decidimos nada al respecto; todo está en manos de los bloques de países y empresas que concentran el poderío económico más salvaje, respecto de las cuales somos simples votantes o consumidores finales. El calificativo de “salvaje” se vuelve, así, hoy día, sinónimo de impunidad, corrupción, abuso, poder del más fuerte sobre el más débil. Por eso se llama daño moral al que se ocasiona a la integridad de una persona cuando se le vilipendia públicamente con falsedad o con actitudes discriminatorias (por origen o condición étnica o social, género, edad, preferencias, estado civil, discapacidades). Por eso se llaman Derechos Humanos Universales no solo a los que jurídicamente se tienen dentro de procesos administrativos o judiciales, sino a aquellos de naturaleza intangible como el honor, la intimidad personal y familiar, que se poseen, valorativamente, por sí mismos y por el hecho de ser personas, bajo la protección de mecanismos de base constitucional en pro de la dignidad humana.

miércoles, 15 de agosto de 2018

¿Nuevos poderes salvajes vs. Derechos humanos universales?

En la actualidad, las sociedades industriales más avanzadas pretenden atender cuestiones de amplia envergadura social, económica y cultural, valiéndose de nuevas formas de investigación, transmisión y explotación del conocimiento; de modo que la ciencia y la cultura en el mundo son influenciadas por esa combinación de globalización económica, tecnología, informática y penetración cultural estandarizada que, igualmente, afectan al Estado y al Derecho en la doble consideración de teoría política y teoría del orden (o para el orden). De manera que si el Estado tradicional es el creador del Derecho legítimo, entonces la única certidumbre futura es que el advenimiento de una nueva entidad política tendría que construir un nuevo orden público, frente al interés privado de personas y organizaciones; porque la coexistencia de economías fuertes y débiles, ligadas como nunca por elementos reales de producción-consumo masificados, ha transformado las relaciones comerciales supranacionales, nacionales y subnacionales, requiriendo un nuevo sistema y, sobre todo, mayor uniformidad jurídica, instaurándose la necesidad de crear, por ejemplo, un derecho económico-mercantil como los tratados internacionales arancelarios o de libre comercio entre bloques integrados por países colocados en zonas continentales fronterizas o vecinas.
Por supuesto, esto traería una mayor influencia de los fuertes sobre los débiles y la predominancia de los sistemas político-jurídicos de los primeros sobre los últimos; pero nadie resultaría ileso porque también el sistema dominante es influido por el dominado, porque el predominio requiere, para ser efectivo, de encontrar receptores que entiendan la lógica del nuevo orden que impulsan: por ejemplo, para adquirir productos electrónicos de fuerte demanda-consumo mundial (computadoras y teléfonos), se necesita una comunicación con el consumidor en su misma lengua, con conceptos comerciales familiares, entendibles y con reglas de compraventa (por ejemplo, las pólizas de garantías) que aseguren los derechos recíprocos que hoy día se hacen válidos de manera electrónica, es decir sin lápiz ni papel. De ser así nos encontraríamos con sistemas de normas sin fronteras, de mayor extensión, que en su base material tendrían relaciones comerciales globales, de contacto inmediato entre productor y consumidor y, entonces, las herramientas informáticas se volverían, la fuente principal de obligaciones.
Si los Derechos Humanos son la fuente ética de los sistemas jurídicos más avanzados, que casi siempre colisionan con los intereses económicos, y si la explosividad de estos intereses aventura una realidad constitucional inmediata, de reducción o, incluso, fragmentación, del Estado, entonces:
¿Cómo o de qué forma podría realizarse una acción de contrapeso de notable impacto, que recurriera a la construcción de un constitucionalismo mundial que impulsara un nuevo pacto, pero ahora de estados nacionales, a la manera de un supraestado constitucional que tuviera la encomienda fundamental de construir prioritariamente un régimen universal de derechos humanos sustanciales y sus instrumentos de protección, frente al nuevo poder salvaje económico y pragmático que nos envuelve? Seguiremos…

miércoles, 8 de agosto de 2018

¿Poder, Ética o Derecho?

Nuestra demografía es inmensamente más grande que nunca: en el cambio de milenio la ONU estimaba que la población mundial era de poco más de seis mil millones de personas, en 2010 más de siete mil, en 2018 casi ocho mil y se calcula que al 2030 seremos 8,500 millones. Si estimamos que en el núcleo de la sociedad habitan relaciones jurídicas, relaciones de poder y concepciones sobre valores y principios éticos, no es difícil apreciar porqué vivimos tiempos de cuestionamiento sobre la actuación de ciudadanos, autoridades e instituciones, y sobre la complejidad de una convivencia que se torna tremendamente complicada.
En algunas partes ha renacido la idea antigua de que el poder nace, precisamente, de la circunstancia de que hay diferencias entre las personas y siempre será “el poder del más fuerte”, sin más, porque se dice que el ejercicio de la fuerza se justifica a sí misma y, en consecuencia, la idea de “bueno” y “malo” se vuelve relativa, a la medida de la mayor o menor fuerza o capacidades que se posean. La idea es tan vieja como el diálogo de Platón sobre “La República”, donde Sócrates debate la inconsistencia de ese argumento. Pero lo vemos reeditado en innumerables momentos actuales. Un ejemplo basta: el único país que no acata resoluciones internacionales igualitarias, equitativas o de reconocimiento de derechos de esta naturaleza es EUA, que presume de ser el ícono de la libertad y la democracia, y donde históricamente habita uno de los racismos más fuertes que se puedan observar. Las personas de piel morena o negra y los migrantes, conocen muy bien esta realidad lacerante. No es el único país, por supuesto, pero es el que más brilla con luz oscura en este campo.
Cuando al poder salvaje se le oponen elementos éticos y valoraciones humanitarias sobre la condición de las personas, y sobre la innegable existencia de una cauda de derechos humanos intrínsecamente pertenecientes a nuestra existencia, incluso antes del propio nacimiento, se recurre a la necesidad de incorporar en un régimen jurídico dos cosas, al menos: (1) el imperativo de reglar al poder salvaje para volverlo poder normado; y, (2) fundarse en valores amplios sobre libertades, igualdades, equidades y democracia para dar sentido humano y social al control del poder por medio del Derecho y las instituciones de la democracia.
La cultura moderna -o posmoderna, si se quiere- precisa de una ética pública, de un tipo democrático de poder político y de un derecho que convierta en reglas jurídicas aspectos valiosos de las relaciones humanas: la vida, la dignidad, el honor personal y familiar, el respeto entre personas y entre naciones y la solidaridad social. Poder, Ética y Derecho son una tríada indisoluble, pero frágil si no se alimenta de la avenencia y la tolerancia mutuas: ¿Quién es perfecto? ¿Quién es infalible? O, en sentido diferente: ¿Quién no ama? ¿Quién no es capaz de condolerse o de sufrir por sí mismo o por los de a lado o los de muy lejos?
Para los miles de millones de personas que habitamos esta enorme casa llamada mundo, el verbo “convivir” no es nada más una aspiración, es una necesidad, porque el mundo se “empequeñece” cuando, al ser más personas, hacemos descender la flora y la fauna y la riqueza natural aparejada a ellas. El Poder, la Ética y el Derecho, más que espacios de debate intelectual por supuesto útil, son herramientas o instrumentos sociales de concordia. ¿O no?

Benito Juárez, vida, obra y legado

      El 21 de marzo se conmemora el natalicio de Benito Juárez, cuyo papel en la formación y consolidación del Estado mexicano es innegable...