No es casual que Ferrajoli refiera de Montesquieu el
uso de la expresión “poderes absolutos o salvajes”, para identificar al poder
real basado en la fuerza económica, militar o política que alguna persona,
grupo de interés u organización detenta, y la necesidad de controlarlo y
someterlo al imperio de la Ley o del Derecho. Este último fue un pensador que, en
el siglo XVIII, integró un conjunto de razonamientos filosófico-políticos
herederos de una larga tradición donde destacan principios del constitucionalismo
católico, el reformismo religioso, el humanismo renacentista, los conceptos de
ciencia y arte de la ilustración secular y, por supuesto, del parlamentarismo
inglés, que de entonces hasta hoy dieron vida a la concepción de valores
universales y perennes enraizados en las nociones de Justicia y Bien, de fuerte
contenido ético como elemento inevitable para la elaboración de toda norma
jurídica susceptible de alcanzar vigencia y facticidad para la mejor convivencia
social. No sólo el aspecto valorativo sigue siendo un punto fundamental de
debate e inclusión en la legislación contemporánea, sobre todo en el orden
constitucional; sino que se torna, prácticamente, en el más sólido valladar con
el que un ciudadano común puede defenderse contra los poderes salvajes
existentes en nuestras sociedades. En efecto, Montesquieu aludió con esa
expresión al poder político monarcal o imperial de su tiempo, de la misma
manera que ahora podríamos incluir en ella a quien pretenda abusar de la
autoridad que le es encomendada por virtud del ejercicio de algún cargo
público, sea por elección o designación. Y ahora habría que añadir en esa idea
de abuso, corrupción o fuerza desmedida, al poder económico nacional y
trasnacional que atropelle y abuse de ese poder fáctico.
La impresionante demografía mundial y anonimato actuales
de casi ocho mil millones de personas, convive con la realidad que McLuhan avizoró
al decir que los medios de comunicación volverían a este mundo una aldea de informaciones
y noticias contiguas, como se puede apreciar en la inmediatez e, incluso,
efectos que tienen los sucesos de todos los días en cualquier parte del orbe. A
guisa de ejemplo, desde el efecto “tequila” hasta el efecto “sultán”, toda
crisis financiera mundial se apareja con devaluaciones monetarias, fuga de
divisas nacionales, inflación o hiperinflación y, en estos trances que afectan
a países de todos los continentes, las personas comunes no contamos porque no
influimos ni decidimos nada al respecto; todo está en manos de los bloques de
países y empresas que concentran el poderío económico más salvaje, respecto de
las cuales somos simples votantes o consumidores finales. El calificativo de
“salvaje” se vuelve, así, hoy día, sinónimo de impunidad, corrupción, abuso,
poder del más fuerte sobre el más débil. Por eso se llama daño moral al que se
ocasiona a la integridad de una persona cuando se le vilipendia públicamente
con falsedad o con actitudes discriminatorias (por origen o condición étnica o
social, género, edad, preferencias, estado civil, discapacidades). Por eso se
llaman Derechos Humanos Universales no solo a los que jurídicamente se tienen
dentro de procesos administrativos o judiciales, sino a aquellos de naturaleza
intangible como el honor, la intimidad personal y familiar, que se poseen,
valorativamente, por sí mismos y por el hecho de ser personas, bajo la
protección de mecanismos de base constitucional en pro de la dignidad humana.
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