La nueva redacción del artículo 2° de la Constitución Federal, publicada el pasado 30 de septiembre en el Diario Oficial de la Federación, da para mucho; por su plena dedicatoria a los pueblos y comunidades indígenas, y afromexicanos, de nuestro país, en virtud de que el “espíritu del legislador” se dejó influir, sabiamente, por los aportes de la historia, la antropología y la sociología mexicanas; lo que se advierte, sobre todo, cuando se reconoce:
a) En los primeros, una condición fundamentalmente ancestral, milenaria, que ha sobrevivido y pervivido, tanto en el fondo como en la superficie de sus representaciones culturales presentes –tangibles e intangibles; materiales e inmateriales— de toda clase: lingüísticas, etnológicas, gastronómicas, costumbristas, artísticas, artesanales, así como en tradiciones, idearios y creencias de arraigo multigeneracional innegable; y,
b) En los segundos, una circunstancia de sojuzgamiento y esclavitud, practicada, de origen, con violencia y abuso desmedido, en ese centenario proceso de sangrienta exacción geográfico-humana, desde el llamado continente “negro” y con destino hacia toda América, cometido por traficantes, expedicionarios y aventureros de todo tipo y nacionalidad; población africana originaria que se asimiló, en el más amplio sentido bio-psico-social, con la población indígena y europea; empero, la influencia de la cultura de esos pueblos extracontinentales también perduró y encontró formas de expresión auténticas y variadas, entre el cúmulo de atrocidades sufridas a lo largo de poco más de cinco siglos.
Podríamos decir, sin duda, como se acostumbra en reformas que constitucionalizan principios vitales fundamentales –porque se encuentran en el apartado dogmático de los derechos humanos— que las nuevas disposiciones son generosas; pero tal vez sería mejor afirmar que son auténticas y realistas, en admisión de la condición humana indígena, la afromexicana y, por extensión trascendente, del enorme proceso cultural –de mestizaje, fusión, hibridismo o sincretismo, plagado de injusticias, marginación, depauperación y relaciones de dominio/vasallaje, hasta llegar a la construcción de una identidad y pertenencia solidaria— vivido durante los cinco siglos anteriores, en el espacio y tiempo mexicano, acaecido prácticamente desde la llegada de los exploradores europeos hispánicos a nuestro continente y, en particular, a Mesoamérica.
A los pueblos indígenas y a sus comunidades, así como a las afromexicanas, les es común un pasado de opresión ominosa; y, sin embargo, su legado y vitalidad se respira y observa cotidianamente, nos percatemos o no, de forma consciente o inconscientemente, porque su herencia cultural y sus expresiones impregnan y otorgan sentido al México profundo y diverso que somos hoy día, acorde a una concepción de fuerte raíz histórico social y antropológica indudablemente veraz: el asiento de la Cultura Nacional es resultado de fenómenos humanos de extensa unidad e intensa diversidad en el largo tiempo, simultáneos, de simiente pluricultural y multiétnica absolutamente identitarias, en los que descansa la grandeza de la Nación Mexicana.