Hace
un sexenio dio por denominarse “elección total” a la que se celebró en 2012,
porque se renovaron los poderes ejecutivo y legislativo federales, y se tuvieron
15 elecciones locales (6 Gobernadores, un Jefe de Gobierno, 347 Diputados
locales de mayoría relativa, 232 Diputados locales de representación
proporcional, 871 presidencias municipales y 16 jefes delegacionales). Pero si
a alguna elección le acomoda ese nombre es a los comicios de este 2018. En
efecto, en el próximo mes de julio, según los datos oficiales de la página
electrónica del INE, se renovarán 629 cargos de elección federal (presidente de
la República, 128 senadores y 500 diputados), 8 gubernaturas y una jefatura de
Gobierno, 972 diputaciones locales, 1 596 presidencias municipales, 16
alcaldías y 1 237 concejales, 1 664 sindicaturas, 12 013 regidurías y
especificidades como las de 19 regidurías étnicas y varias juntas municipales
(24 presidencias, 24 sindicaturas y 96 regidurías): una elección total de 18,299
cargos. Políticamente la elección es enorme, si entendemos que lo que está en
juego es la consecuente redistribución formal y material del poder político,
tanto en el centro como en la periferia; es decir, el control del gobierno federal
en sentido amplio, 28% de las gubernaturas o equivalente y el 65% de los
ayuntamientos del país, que traerá un resultado “ganancioso” para alguna de las
tres coaliciones de partidos políticos nacionales más grandes o, por el
contrario, producirá el “tsunami” electoral que afectará a algunos de los partidos
que las componen. Las cifras de ciudadanos son apabullantes: más de 88 millones
de personas en edad de votar, legalmente empadronados, representan el tremendo potencial
de votantes en nuestro país. Por supuesto, los porcentajes de
participación/abstencionismo determinarán el flujo real de votantes, y se
estima que, al menos 53 millones ejercerán su derecho de voto. Y, quienes
voten, tendrán que “cruzar” varias boletas, dado el número de elecciones federales,
locales y municipales en que participarán, según corresponda.
El
comportamiento estadístico de las elecciones anteriores y la opinión de los
analistas más serios apuntan a que, a la “hora” de la jornada electoral, las
diferencias en las encuestas sobre preferencias comiciales se habrán estrechado. Hace
seis años dijimos que, como es
natural, las aspiraciones y postulaciones de candidatos presidenciales son las
que atraen la mayor atención noticiosa, a la caza de sus aciertos o yerros. Menos
atención tiene la “autopista” sobre la que se desliza toda elección, cuyos
datos “duros” están formados por la legislación electoral tanto de orden
administrativo como jurisdiccional. Construida realmente en la década de los
noventas del siglo anterior, esta carretera “nacional” muestra todavía baches y
desperfectos que asombrosamente suscitan muy poca curiosidad pública, con
excepción de los especialistas o estudiosos que tampoco son realmente muchos. Los propios organismos
electorales han variado sus criterios y siguen resolviendo con interpretaciones
que, después, son enmendadas por la judicatura electoral, y ha llegado a
decirse que: (a) no hay acuerdo para una verdadera reforma integral; o, (b) a
todos los institutos conviene la falta de claridad en la legislación electoral.
Por supuesto, la primera hipótesis es verídica y, la segunda, difícilmente
creíble. El país está a prueba. Veremos…
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