Nuestra esencia es la de una nación con raíces
históricas, culturales, sociológicas y jurídicas, y fundamentos étnicos de
identidad y pertenencia que, en conjunto, han dado vida, en el largo tiempo, a
los sinónimos existentes en nuestra Ley Fundamental: Estado Mexicano, Nación
Mexicana, República Mexicana, Estados Unidos Mexicanos y México. Si el ilustre historiador-abogado,
don Edmundo O´Gorman, nos enseñó a conmemorar; Gutierre Tibón nos descubrió criterios
etimológicos, lingüísticos, geográficos y cosmológicos, para hablarnos de las
sutilezas de la visión del mundo de los antiguos mexicanos, que hacían
corresponder a la tierra con la luna, el agua, la vegetación y la fecundidad:
el mítico “México: ombligo de la luna”
u “Ojo del conejo (lunar)”, preñado
de esoterismo y nociones autóctonas, y alimento profundo de la matria (madre) y
de la patria (padre), mestiza, independiente, revolucionaria y contemporánea, llena
de raíces de mexicanidad indisolublemente ligadas a la memoria de nuestros antepasados
históricos, que perdieron su vida intentando solucionar los profundos quiebres
de injusticia social que vivían y que no querían para ellos ni para sus hijos.
Por supuesto, la historia de nuestro país no se
agota en la biografía de cada uno de nuestros independentistas originales; pero,
sin ellos, no existiría comprensión plena de la intencionalidad del proceso de
independencia, porque, no obstante las diferencias de interpretación histórica
que tuvieron, ni Servando Teresa de Mier, Lorenzo de Zavala, Lucas Alamán, Carlos
Ma. de Bustamante ni José María Luis Mora, menoscabaron los tamaños del
movimiento que historiaron ni desconocieron el papel de quienes acaudillaron el
proceso de independencia: Miguel Hidalgo y Costilla, Miguel Domínguez y Josefa Ortiz,
Ignacio Allende, José María Morelos y Pavón, Juan Aldama, Mariano Abasolo, José
Mariano Jiménez, Ignacio Rayón, Mariano Matamoros, Francisco Xavier Mina;
fueron todos personajes centrales de aquellos que narraron los orígenes de la
gesta independentista. Por eso, sin que nadie pudiera saberlo, desde la noche
del 15 y la madrugada del 16 de septiembre de 1810, las historias regionales y
municipales caminaron para construir la historia centenaria y nacional de un
pueblo que, en el curso de los trescientos años anteriores, había creado una
mexicanidad a contrapelo de elementos raciales, étnicos y culturales, desigualdades
e inequidades, vaciados en los sentimientos de la nación que Morelos interpretó,
con ese nombre, en la sesión inaugural del Congreso de Chilpancingo del 14 de
septiembre de 1813, el primer congreso de la historia nacional. Mexicanos y mexicanas debemos saber que cada vez que
un pueblo necesita tomar decisiones fundamentales para resolver los problemas
públicos que nos abruman o los conflictos sociales que nos desesperan, podemos
interrogar nuestros orígenes y el pensamiento y la conducta de quienes no
dudaron en formar una nación, sabedores que la vida les iba en juego y sin
saber si culminarían la obra, pero empeñados en lograr el fin que los unió. Conmemorar
nuestra independencia es casi un acto de supervivencia de identidad comunitaria,
regional y nacional, y de reivindicación de quienes acaudillaron la “revolución
de independencia”, como la llamaron quienes historiaron en su tiempo la lucha
armada iniciada en 1810. Ahora, en el festejo de nuestra independencia, puede
ser muy bueno parafrasear a Alejandro Aura para expresar: si los insurgentes
originales pusieron su identidad y les siguieron los demás; los mexicanos que
hoy somos, debemos construir lo que sigue.
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