Si
estimamos que en el núcleo de la sociedad habitan concepciones sobre valores y
principios éticos, relaciones de poder y relaciones jurídicas, es posible
advertir porqué vivimos tiempos de cuestionamiento sobre la actuación de
ciudadanos y autoridades, y sobre la complejidad de una convivencia social
complicada. En algunas partes ha renacido la idea antigua de que el poder nace,
precisamente, de la circunstancia de que hay diferencias entre las personas y de
que siempre debe privar “el poder del más
fuerte”, sin más, porque se dice que el ejercicio de la fuerza se justifica
a sí misma y, por tanto, la idea de “bueno”
o “malo” se vuelve relativa, a la
medida de la mayor o menor fuerza o medios que se tengan.
Cuando
al poder salvaje se le oponen elementos éticos y valoraciones humanitarias
sobre la condición de las personas, y sobre la innegable existencia de una
cauda de derechos humanos intrínsecamente pertenecientes a nuestra existencia,
incluso desde antes de nacer, se advierte el imperativo de reglar el poder
salvaje, para volverlo poder normado, y fundarse en valores amplios sobre
libertades, igualdades y equidades, para dar sentido humano y social al control
del poder en la cultura contemporánea. Toda ética pública supone una ética
privada que precisa del complemento de reglas jurídicas, para proteger aspectos
valiosos de las relaciones humanas: la vida, la dignidad, el honor personal y
familiar, el respeto entre personas y el libre desarrollo de la personalidad. Todos,
derechos fundamentales; aunque frágiles cuando enfrentan conductas inmorales
que los dañan y que, por ello, precisan de protección jurídica desde el propio
orden constitucional.
En
efecto, tanto en el contexto internacional como en el nacional, se admite que
los derechos fundamentales responden a una construcción de orden ético que dota
de una sólida base moral al Derecho. Luego entonces, los derechos humanos que
poseemos como personas, fundados en criterios éticos, deben “positivizarse”, es decir, convertirse en
leyes, pues el paradigma ético, político y jurídico dominante asume que los
cuerpos normativos aprobados por el Estado no crean derechos, sino que se
sujetan a reconocer los que ya existen de forma universal, por ser propios de
los seres humanos, y su expresión legislativa se vuelve necesaria para poder
implantar, en constituciones y leyes, mecanismos e instrumentos externos
útiles, con el fin de garantizar su protección a plenitud, en forma de juicios
o procedimientos jurídicos diversos.
Por
supuesto, la afectación a los derechos fundamentales de las personas puede ir
desde lo más grave y tangible, como la privación de la vida, hasta aquella de
orden intangible, aunque no por ello menos importante, como el daño moral. Hoy
día, con amplitud, se ha rebasado el criterio de que solo autoridades o
instituciones públicas pueden causar violación de derechos humanos. Por
ejemplo, la todavía nueva ley en materia de amparo, en nuestro país, ya admite
la protección por la transgresión de derechos fundamentales provocada por
conductas de particulares, y nuestros códigos civiles han incorporado, de forma
paulatina pero firme, hipótesis y sanciones por razones similares. Los derechos
humanos, derechos sustantivos o derechos fundamentales, así como su garantía y
protección, han llegado para quedarse como un elemento vivo de las democracias
actuales. Bienvenidos y larga vida.