El 11 de diciembre de 1993, con motivo del Tratado de Libre Comercio
México-Estados Unidos-Canadá, que entraría en vigor el 1 de enero de 1994, la
Comisión de Gobernación y Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados del
Congreso de la Unión, celebró un foro para examinar la posibilidad del cambio
de denominación de “Estados Unidos Mexicanos” por el de “México”.
En esa ocasión, Don Antonio Martínez Báez, constitucionalista consumado,
decía sentirse muy alarmado porque se quería hacer algo que ya estaba hecho,
como “si México no se llamara México”, como si su esencia no fuera la de
una nación con raíces históricas, culturales, sociológicas y jurídicas, y con
elementos étnicos de identidad y pertenencia que, todo junto, dieron lugar a
los sinónimos existentes hoy día en nuestra norma fundamental: Estado Mexicano,
Nación Mexicana, República Mexicana, Estados Unidos Mexicanos y, por supuesto,
México. El Mtro. Martínez Báez aludía, así, con brevedad, a aspectos
centenarios de orden histórico, sociológico y jurídico que otorgan sentido a
las expresiones constitucionales apuntadas, porque, por supuesto, el tema no se
puede agotar en un único vector.
Gutierre Tibón acudió a criterios
etimológicos y lingüísticos –aunque también se apoyó en nuestra geografía y cosmología– para acercarse
a las sutilezas de la visión del mundo de los antiguos mexicanos, que hacían
corresponder a la tierra con la luna, el agua, la vegetación y la fecundidad.
Para Tibón, el mítico “México: ombligo de la luna” u “Ojo del
conejo (lunar)”, preñado de esoterismo y nociones autóctonas, es la
profunda matria de la que surgió la patria mestiza e independiente, y después
la revolucionaria; pero también la de estos días que nos parecen de crisis sin
remedio, sólo porque en nuestro ahogo olvidamos acudir a las raíces de nuestra
mexicanidad, así como a la experiencia vivida por nuestras madres y padres
históricos, que perdieron su vida intentando solucionar los fuertes quiebres de
injusticia social que vivían y que no querían para sus hijos.
Por eso don Edmundo O´Gorman enseñó
que “conmemorar” no sólo es una acción buena, sino
necesaria para la identidad de un pueblo como el nuestro, cuya mexicanidad se formó –y se sigue formando– por la conjunción de
elementos raciales, étnicos y culturales, y también a contrapelo de
desigualdades e inequidades humanas.
Conmemorar nuestra independencia como mexicanos y como nación de hondo
pasado, es casi un acto de supervivencia comunitaria, regional y nacional,
mediante el método de la memoria histórica para la reivindicación de quienes
acaudillaron la “revolución de independencia”, como la llamaron los
mexicanos que historiaron, en su tiempo, la lucha armada iniciada en 1810.
Ahora que en este mes se festeja nuestra independencia, bien podemos recordar a
don Alejandro Aura y decir: los insurgentes originales pusieron su identidad y les siguieron
los demás; los mexicanos que hoy somos debemos construir lo que sigue, por el
bien de nuestras familias y de las comunidades que, conjuntamente, formamos la
Nación Mexicana, México o República Mexicana.
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