Cuando se piensa la relación entre el poder público
(órganos del Estado) y el poder social (ciudadanía), suele aparejarse la propia
entre soberanía y democracia, porque éstas expresiones –unidas a las de
ciudadanía– tienen tal historia e intimidad política que, hoy día, puede
afirmarse, de manera prácticamente universal, que todo sistema político que se
arrogue la condición de democrático debe fundarse en el principio de que son
los ciudadanos quienes al accionar en un nivel de coordinación política –como
sujetos activos del Estado– proceden a la renovación de los poderes públicos,
mediante elecciones periódicas de personas que ocupan, directamente, cargos de
elección o, en forma indirecta, cargos de designación, formando una población
político-gubernamental de la cual unos ejercerán actos de autoridad, legalizando
y legitimando su conducta de dos maneras:
Una, ya mencionada, vía elecciones generales; y,
otra, en el ejercicio público, sujetándose a las formalidades y materialidades
inherentes al principio de legalidad o de constitucionalidad; dado que los
derechos humanos constituyen una esfera sustantiva que no puede ser penetrada
por ninguna autoridad (gobierno) para afectar los bienes o derechos de las
personas, a menos de que se haga de manera fundada (con apoyo en ley expresa) y
motivada (indicando la causa legítima de la acción).
Las constituciones contemporáneas de las más
diversas latitudes convienen en señalar que, frente al accionar de la
autoridad, la primacía de las libertades humanas debe protegerse mediante
instrumentos idóneos, como son los juicios garantistas para el cuidado del
universo de derechos humanos de todas las personas, porque el Gobierno, en
sentido extenso, significa, políticamente, la suma de las tres funciones del
Estado (legislativa, ejecutiva y judicial), expresadas en la acción práctica,
paralela o simultánea, de los denominados tres poderes públicos y, además, del
conjunto de organismos autónomos del Estado.
Ahora bien, quienes laboran al servicio de
cualquiera de estos poderes u organismos –los servidores públicos– se
encuentran dotados de imperium (potestad de mando sobre las personas) y
dominium (poder jurídico sobre las cosas), sólo por virtud de los preceptos constitucionales,
legales y reglamentarios que rigen la conducta de quienes son contratados por
el Gobierno para el fin de desempeñar alguna de esas funciones estatales.
Que las atribuciones de los entes estatales y las
facultades de los funcionarios públicos requieran fundarse en leyes previas
para motivar su actuación, es el presupuesto constitucional de todo gobierno
que se precie de adscribirse al llamado Estado de Derecho, porque en éste
gobernantes y gobernados se conducen: los primeros, solo en los términos que la
ley les autoriza (lo no puesto en ley debe entenderse como negado) y, los
segundos, con criterio de máxima libertad (mientras no se afecte a terceros o
al interés general). Pues bien, hoy día, a las nociones Gobierno y Estado de
Derecho se han sumado las de Gobernabilidad y Gobernanza, con el fin de
destacar que para el proceso de gobernar no basta sólo tener legitimidad de
cargo y de actuación (gobernabilidad), sino que se necesita de la competencia o
capacidad directiva de los gobiernos y su vinculación con el comportamiento
proactivo de los ciudadanos y las organizaciones sociales (gobernanza). ¿O no?